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sábado, 6 de diciembre de 2025

El tiempo aprende a caminar, el azul que vuelve del monte - Guia Naturaleza Santa Catalina.

 El momento de conexión que siento con mis hijos durante la travesía al colegio es tan intenso que a veces quisiera detener el mundo ahí, apenas un poco más. Congelado.

Mirá, papá.

Cierra los ojos. Yo lo miro y veo dibujada su sonrisa.
Encaramos directo al Este. Son las 7:20 de una mañana de verano. El sol le pinta un lingote dorado de sien a sien, le llena la cara, y recostados compartimos una sonrisa y ese misterioso azul.

La misma mirada azul.

No el color. La mirada.


Si me entendés, sabés que ese azul no pertenece a esta mañana solamente: es un viaje iniciático, un saludo secreto. Es el mismo azul que vi yo cuando me formaba al aire libre con mis compañeros, en un patio sin techo, en los ochenta, uno entre dos mil alumnos. Tomábamos distancia, miraba al cielo y cerraba los ojos… La primera vez que lo vi.


Cuarenta años antes que vos.

Los abro hoy, y acá estás.


El azul.


Cuando vamos con Elena, ella se afirma como comandante en la torreta de un tanque, con los brazos acodados entre nosotros. Dueña del camino. Amo tanto estos momentos que quisiera que quedaran grabados para siempre, porque los extraño incluso mientras suceden.

Todo, absolutamente todo, con él y con Ele, es oro.


Nos pasó algo extraño en esta vida linda. Durante mucho tiempo creí que para sobrevivir tenía que escaparme del presente, que podía vivir en todos los tiempos a la vez. Que podía cerrar los ojos y verlos grandes, verlos en cada chico de veinte, en cada par coetaneo mío, en cada viejito. A ambos. En todos lados.

Vivíamos en una casa poblada de vidas: tortugas —Pety, de cincuenta años, y Pitito—, ajolotes, salamandras, tarariras, tiburoncín. El gallo Tokai, gallinas con Josefina. Odín y Luna corriendo el patio. Un beta goldie, dos o tres. Axolotes bola de nieve — uno y dos — , Pedo y Culito, Chimuelo y Chicuelo.

El jardín era un pedacito de Corrientes. Un Svalbard Frøhvelv noruego germinado en este litoral.

Un arca de Noé vegetal: mburucuyá, ñangapirí, yvápurú, guayaba, arándanos, jazmín, totumo, café, bananas, ambay, amambays, limonero, mandarina, santa rita, copa de oro, niño rupá, jazmín del monte, granadas, chirimoya, guanábana, cocú, menta, manduví guazú, tomatillo de Jerusalén.

Orquídeas silvestres que habían vivido en las casas de mis abuelas. Helechos, higos, olivos, mimosas, aguapey, salvinias, pistias, lemnas. y los curiosos zorzales, picasú, mainumbys con sus buenas noticias y las teyú afirmando con la cabeza que sí a todo en el calor.


Hacia la vereda, las tardillas de las sierras. las tabaqueras de flores blancas. —Cuando se abren, Juan, es señal de que tenés que ir a la seño— le digo. Florecen al atardecer, justo cuando a las siete él tiene clases de apoyo. Están en todas las veredas del camino. Se abren para él.


En los ochenta, durante la tarde, mi abuela me acompañaba de regreso a casa. Me decía que esas flores tenían un duende.

Buenas noches, Don Diego —había que saludar.

Nicotiana longiflora

Ahí empezaba mi interminable batería de por qué.
Preguntas sin respuestas completas. Como a él ahora.

Todo tiene su señor y protector, su yara decía otra abuela, como el señor de los pájaros, por eso teníamos que cuidarlos, y pedir permiso así sea para arrancar una flor.

Ahí pensé en mi papá. En Mario. En la Reserva Natural de Santa Catalina, en que esas mismas sendas alguna vez fueron entrenamiento antiguerrilla, cazabobos, supervivencia pura, días sin agua, borceguí mojado entre cárcavas, noche y día, allá por el ’76. Pensé en cómo el monte lo había probado a él desde el miedo y la resistencia, y cómo hoy nos probaba a nosotros desde otra verdad. Juan y yo, con botas también, pero caminando en comunión con el abuelo, no huyendo sino entrando no sobreviviendo a los elementos sino empapándonos de anécdotas. Tres horas bajo el sol: entramos con 28 grados y salimos con 36, entramos dos, él y yo con 45 y 7 años y salimos abrazados por nuestros ancestros, los abuelos. El viaje comenzaba en un túnel de arbustos cerrados y nos devolvía por otro, nos devolvía distintos. Un renacer. Del otro lado nos esperaban nubes de mariposas, levantándose del suelo en oleadas cual papel confeti, como si el monte —que todo recuerda— nos estuviera diciendo que esta vez no era para endurecerse, sino para volver.

Sin darme cuenta, sin intención consciente, le enseño lo que heredé.
No cosas de grandes.
Cosas antiguas.

Le enseño a leer la tierra, a leer el monte, las huellas. A leer lo que no está escrito. A leer a la gente: a los viejos, a los niños, sus dificultades. A escuchar más de lo que hablo. Porque cuanto más callado estoy, más puedo escuchar.

—¿Verdad, papá?
—Así es. Tenemos que ser ninjas.

Aprendimos a ver a la yegua con su potrillo solo por las pisadas. Al aguará popé, que se escapa de ellos y de nosotros. Y al final del viaje, cuando aparecen los caballos en tropel, la yegua y su potrillo todo cobra color y magnitud.

La realidad se deja ver.

Total, los ojos no ven lo que la mente no sabe. El corazón calla, porque atesora, como toda la emotividad que hay aquí.

Las sombras en la tierra dejan de ser sombras y se vuelven enseñanza. Y sin saberlo del todo, caminamos como caminaron otros antes: hijo, papá, abuelo, bisabuelo —payé del monte—, médico guaraní, chamán de la selva. Como su madre, partera de mujeres en trabajo de parto. Manos sabias manos que sabían. Sus ojos, esa mirada azul. 


Y así nos convertimos, en guías, del tiempo, de la naturaleza, nos convertimos en lo que fuimos Payé del Monte no es magia ingenua.

Es memoria viva.

Es la forma que tiene la tierra de reconocernos cuando aprendemos a mirar.



1 El Payé del Monte se refiere al hechizo, embrujo o magia de origen guaraní muy arraigado en la cultura del litoral argentino (Corrientes), que usa elementos del monte (plantas, plumas, tierra) para el bien o el mal, y se asocia con figuras ancestrales como el Payé, un sabio curandero del bosque que conoce sus secretos para sanar o hechizar, siendo una fuerza mística que une a la gente con su tierra.


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